En el Número de Hoy, Sebastián Díaz Rovano, Seba para los amigos, nos cuenta entre digresiones filosóficas qué hizo el martes 21 de abril un chileno en Berlín.
Texto abajo: Sebastián
Texto arriba: Anna
Martes 21 de abril
Hoy me he despertado medio triste. Casi siempre me despierto así el día después de mi cumple, y si lo que cumplo son 40, ya ni te cuento, y si encima estoy de cuarentena, buah, y si por culpa de la cuarentena no estoy en Barcelona pasando unos días ahí como tenía previsto, el summum.
Es muy tarde. Nos tomamos un café en el balcón. Estreno la tumbona que me regalaron ayer. Beni se sienta a mi lado en una silla. El sol pega fuerte y no lo soporto. Me voy a la sombra, me apoyo en la barandilla y cotilleo lo que hace la vecina en el patio, está con un hombre, montan una cocina y una repisa. Es divertido verlos. Los observo sin disimulo y Beni se ríe y medio escandaliza porque lo estoy mirando como si fueran los payasos del circo. Y es que el hombre casi lo es, lleva una barba larga y unas gafas de culo de botella, y en un momento dado se ha puesto a pelear contra un monstruo invisible, lo amenazaba con un palo de madera. Hablan en inglés.
Beni se va y yo me quedo en casa con esta especie de sensación de resaca de domingo, aunque sin tener resaca y sin que sea domingo, mucho peor: 40
Tengo la nevera vacía y muchos platos por limpiar. Me ducho y me voy a la calle, mi plan es ir a dar un paseo en bici y al terminar, al súper. De camino me encuentro una lámpara de escritorio, justo lo que necesitaba. Hace un par de semanas no me la hubiera llevado, pero las cosas están relajadas y cada día baja el número de infectados. Me la quedo.
Vuelvo a casa para dejar la lámpara y me voy al súper. Quería ir al otro, pero la máquina para devolver las botellas vacías estaba estropeada, así que he ido a este, que me agobia porque es estrecho y con la gente y los carros acabo estresada.
Vuelvo a casa. Tengo que guardar las cosas en la nevera, pero antes cuelgo la nueva entrada del diario. Hoy le tocaba a César. Antes hemos hablado un rato por Whastapp. Me dice que por las mañanas se va a correr por Mauerpark.
Ya he recogido la comida, todo en su sitio. Me siento en la tumbona del balcón, a esta hora sí que se está bien, aunque me tengo que poner un jersey y una mantita. Aprovecho para escribir lo que hice ayer (ayer, al ser mi cumpleaños, no escribí nada). También paso al ordenador lo que escribió la madre de Giorgio, el domingo le toca a ella. Hay una tórtola loca, que va de un lado al otro pato, parece como si le pasase alguna cosa.
Empieza a oscurecer y ya no puedo más con la tórtola loca. Entro en la cocina. Hablo con Aimar por whatsapp, le mando una canción que hice para que la cantase él, a ver si le gusta. Hablo un rato con él, por suerte, le gusta la canción. Ayer él también me hizo un regalo: una etiqueta con una foto mía del año de la catapún, la etiqueta la ha hecho con la máquina de etiquetas que se compró por su cumple. Lo de la máquina de etiquetas lo sé porque lo escribió en el diario de cuarentena el día que le tocó escribir a él. No acabo de entender muy bien qué es una máquina de etiquetas.
Me hago la cena. Un bocadillo de tortilla francesa. En general la tortilla francesa, ni fu ni fa, pero cuando es en bocadillo de pan con tomate, me encanta. Es una cena muy de verano. También me hago una ensalada, y después, otro bocadillo. Hoy no he comido, tengo hambre.
Después de cenar hablo con Eva por whatsapp. La semana que viene ya tenemos que ir a trabajar, pero no sé cómo lo haremos: con pocos niños y por turnos, y no creo que pueda ir todo el mundo a trabajar, algunas de las compañeras están en edad de riesgo.
Otra duda que me acecha: ¿sigo con el diario? ¿Cuándo debo terminarlo?¿Cuándo termine la cuarentena por completo? ¿Cuándo la termine a medias? Creo que lo cerraré la semana que viene.
Tengo Toro Salvaje puesta de fondo. Esta ya es la tercera vez este año que veo esta peli sin verla. Y la otra vez que la vi, fue hace mil años, con Albert y Meri y toda esta gente. Si n’han passat d’anys!
Martes 21 de abril, por Sebastian Díaz Rovano:
Hoy me despierto pensativo, pero al mismo tiempo desconcertado. No se cuantos días de cuarentena han pasado, ya perdí la cuenta, si no fuera por el caudal de luz que entra copiosamente por mi ventana sin cortinas (nos cambiamos hace poco con Daphna) creo que no habría nada que modulara mi sueño, ni mi tiempo en general. Y la verdad es que hoy desperté en un estado de familiar existencialismo sin poder distinguir claramente sueño de realidad, así como me pasaba cuando era niño, aquí va mi digresión...
Recuerdo que en ese entonces, hacía esas clásicas y a los ojos adultos geniales (tontas?) preguntas infantiles, obviedades seguramente para ellos:
¿para que tengo qué ir al colegio? ... ¿para qué tienes que ir a trabajar?.
Las respuestas apelaban a cierta lógica natural: los deberes, el esfuerzo, eran valores del sentido común adulto. Estas respuestas tenían además la marca secreta de una promesa:
“ya lo entenderás cuando crezcas”.
Así aprendíamos todos la utilidad que tenían los distintos oficios, las tareas implicadas y el progreso evidente que implicarían.
Sin embargo no dejaba de sorprenderme el hecho de que aquellas tareas no acabaran nunca. A excepción de los casos evidentes que debían recomenzar (comer, ir al baño, etc...), una infinidad de tareas a mi gusto superables, siempre volvían a recomenzar: armar el puzzle para, cada vez volver a desarmarlo y de nuevo a armar.
Con los años uno iba aprendiendo también que había otros motivos involucrados, motivos que dependían de la sociedad en la que vivimos, y que sin embargo se nos eran presentados como propios de la vida en general, no me explicaban que ciertas injusticias eran efectos de un sistema en particular, que había formas de vida mejores, etc... tal vez mis padres no lo sabían o tal vez, el imaginar una sociedad muy diferente era una visión demasiado idealista o burguesa para los ojos de un trabajador sacrificado cuya vida no ofrecía otra alternativa efectiva. La experiencia de una vida dura, la comprobación de que dependía solo de él surgir (de mi padre) eran sin duda factores que volvían muy poco práctica la posición subjetiva de un humanismo crítico frente al sistema. Se podía ser crítico sin duda, pero al final del día “la queja” no iba a resolver nada.
Con el tiempo volvía insistentemente esa pregunta: ¿Por qué las tareas no acaban? ¿Por qué pasamos generaciones desarrollando tecnologías, técnicas para producir más y más pero al final es como si nunca fuese suficiente?. Y bueno hubo una respuesta provisoria que se instaló otra vez como si ningún otro camino fuera posible, había que: producir; soluciones, productos y servicios que implicaran una necesidad que nunca se colmara, que mantuvieran los ciclos de consumo: la obsolescencia programada era el mejor ejemplo, que mal negocio sería tener un computador o un teléfono que durara mucho tiempo! Había que asegurarse de que la gente volviera a necesitar comprar, había que crear necesidades y deseos nuevos. Bajo esta lógica cabían ejemplos diversos y absurdos: que la cámara de fotos viene con una cantidad limitada de disparos (programados), o que se podían tirar los papeles al suelo porque de lo contrario le quitarías trabajo a la persona que limpia.
Si, lo sé, son cosas disimiles pero comparten un carácter común cual es la ausencia de una utilidad humana trascendente, en cambio tendrían una utilidad secundaria pero esencial: la necesidad de mantener el sistema.
Pero en mi ingenuidad(?) infantil no cabía el realizar una tarea para mi intrascendente, una tarea que no tuviese un fin mayor y que no pudiese ser a su vez colmada (o que llevase a colmar algo). La pregunta reaparecía más refinada: ¿Por qué si tenemos cada vez más medios, si podemos producir más, acortar distancias, guardar más información, distribuir más conocimiento, automatizar procesos, etc, no tenemos más tiempo libre?
Y fue así como aprendimos a vivir con esa pregunta irresoluta, ir cada vez más rápido sin importar el hecho de que no íbamos a llegar nunca. Si, es esa imagen: un burro con un hombre a cuestas que lleva un palo con una zanahoria delante de los ojos del animal para hacerlo caminar, caricatura burda e infantil y sin embargo tan real y propia de una conducta humana.
En mi pubertad aprendí a realizar mis “deberes” rápidamente, se me inculcó cierta eficiencia de las tareas, destreza en el tiempo que se transformó en un andar apurado: me bajaba del bus después de la escuela corriendo, mi compañero de clase que iba en el bus conmigo me preguntaba: ¿porque corres si ya salimos de clases? Al reflexionar un poco me dí cuenta de que corría porque no sabía para donde iba, porque correr, ir con prisa era la prótesis, de la falta de sentido de todas esas tareas aisladas que pertenecían al deber (hacer) exterior y ajeno a mis intereses íntimos. Cuando sabes para dónde vas, cuando sabes por qué haces las cosas, cuando todo tu quehacer tiene sentido puedes planear tus pasos, elegir herramientas y cumplir metas pero al mismo tiempo vivir esa duración. Como reza un dicho sureño: “quien se apura pierde su tiempo...”
Pero no, no había, no hay tiempo para otra cosa, el tiempo libre es residual, no hay tiempo para el “Aroma del tiempo”(1), aquel tiempo del proceso y su duración.
Parecía que nada podría frenar el tiempo “productivo”, el tiempo de la necesidad de no parar. Y la verdad no me hago grandes ilusiones acerca de un cambio nacido de la determinación humana, esta agonía de una Era no se la debemos a ningún razonamiento, nada podría romper la inercia del deber, la inercia del “así es la vida”, tuvo que venir algo exterior, una catástrofe que nos haga a todos iguales y sin embargo remarcando tan groseramente la desigualdad en ese proceso. Tuvo que pasar algo que “probase” que ese ritmo no era sustentable, una prueba irracional pero efectiva, natural.
Y aquí estamos reencontrándonos con un ritmo humano, obligados a frenar, a estar aquí y observar. Los privilegiados, enfrentados a su ansiedad o al eventual placer de hacer aquellas cosas para las que no tenías tiempo. El resto, entre ese espacio residual, ese rincón peligroso de una máquina, ahí donde se sabe que si pones el dedo, te lo corta, entre la irresponsabilidad abrumarte de autoridades absurdas y la posibilidad heroica de sobrevivir pese a todo.
Hoy, encerrado en la intimidad obligada de mi hogar mi pregunta infantil revive como si todo lo que ha ocurrido entre el momento en que la enuncié y el ahora, no durase más que unos segundos, como si en esos segundos toda la historia y la consistencia de la civilización occidental, eventualmente opacas a los ojos de un niño hubiesen sido un sueño o una idea abstracta con el mismo peso especifico que la realidad.
En vez, un intercambio de miradas, equivalentes a todo este transcurrir, y finalmente la respuesta de mi padre: un honesto “no lo sé” y con ello la posibilidad maravillosa de tener otra respuesta, otra realidad.
...Bueno, me voy a tomar desayuno, puedo olerlo desde aquí, creo que hay huevos revueltos, hoy le tocó prepararlo a Daphna, finalmente había que levantarse a trabajar.
(1) El aroma del tiempo
Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse
Byung-Chul Han
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