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Anna TV

SESENTA Y SIETE

La Invitada de Hoy es Marta Bassols, que creo que no necesita presentación. Desde Barcelona, relato del viernes 22 de mayo.

Texto abajo: Marta

Texto arriba: Anna

Viernes 22 de mayo

Hace un día con mucho sol, aunque no sé si hace frío o no. Me paso el día en casa. Me planteo un par de veces si salir a tomar algo, quizá con Cesar.

Me pongo a recoger. Cambio la ropa del armario. Saco la ropa de verano y guardo la de invierno y aprovecho para sacarme de encima alguna pieza. Siempre querría desprenderme de más piezas de ropa de las que me desprendo, pero siempre hay alguna razón que me impide desprenderme de esta camiseta, que era de mi abuelo, de esta camisa, que aunque mi madre me la dio a contravoluntad mía, me la dio mi madre, y está tan lejos ahora.

Del camisón consigo desprenderme, no lo uso y recuerdo que Seba me dijo hace tiempo que le gustan los camisones, así que le mando un whatsapp. Le pregunto si le gustaría quedarse con el camisón y de paso nos vemos para tomar un cafelito. Me dice que está en la calle caminando y que tiene para rato, pero que el camisón se ve interesante. No me queda claro si lo quiere o no.

Sigo recogiendo. Si no vigilo, me voy a liar y en vez de recogido, lo voy a acabar teniendo todo por en medio. No sé si colgar las cortinas. Entonces recuerdo que mañana celebramos el cumple de Jordi, por lo tanto pasado mañana, cuando despierte, me voy a acordar del que inventó las cortinas. Las cuelgo.

Beni viene, pero con la calma, como corresponde a su talante.

Ya está todo recogido, no tengo hambre y tengo un rato muerto, Me aprendo una canción con la guitarra.

Beni me propone ir a casa de un amigo suyo que vive por aquí cerca, en Weissensee se ve que se reúnen allí de vez en cuando. Comemos algo e intentamos acompañarlo con el vino que ha comprado en Penny. Es infumable. No he conseguido ir una vez a ese lugar y no salir con algo que no se pueda comer o beber. Es terrible.

Nos tomamos un par de chupitos de ron y decidimos ir a casa de su amigo y, de paso, a comprar un vino bueno. Este no hay quien lo aguante.

Llego a una de las casas más bonitas del mundo. Nadie se toca con nadie, ni para saludarse. No por ser alemanes, sino por ser precavido. Bendita sea esta gente, que entiendo todo lo que dicen.

Es curioso, cuando te enamoras de alguien, cómo te enamoras también de todos sus amigos y de todas sus amigas.

Nos pimplamos el vino que hemos traído y la reunión termina. El dueño de la casa se queda dormido en la silla.

Volvemos a casa como hemos venido, en bici.

La noche huele a verano.



Viernes 22 de mayo, por Marta Bassols:

1.

A veces, a pesar de los días convulsos, logro volver aún fugazmente, a pisar fuertecito por las rutas de mi plenitud. No es fácil llegar (enmascaradas las personas todas y cumpliendo incomprensibles horarios) pero es muy agradable intentar quedarse a retozar por ese sentimiento momentáneo. A ver si lo aprendo a dilatar.


Son las once y cuarto y ya he nadado en el mar. He meditado frente a las olas (casi en bolas, osea en tetas) con los pies mojados. He ido al mercado a por un pescado de ojos brillantes y fulgor en el lomo, he pillado el pan más bueno del mundo y he vuelto a mi casa a todo caminar. Es el primer día de todos los días del corona en que he sentido un ligero agradecimiento a las nuevas reglas de juego por obligarme a madrugar si quiero jugar por la playa. Es deleznable (y además me entretengo mucho en detestarlo) que hagamos cosas obligadas por el estado policial, y sin embargo yo no soy una persona que pueda salir de casa antes de las nueve para ir a la playa sin emergencia nacional. También hago yoga (que a veces se parece un poco a ser cristiana) y ahí nos enseñan a ser agradecidas por lo que nos hace bien y por lo que mal. También le he dado gracias a veces a algunos otros enemigos por endurecerme. Así que gracias ELCovid19, por descuartizar al turismo marrano, por despeinar las floras y flores del barrio y por obligarme a asistir a mi sesión de curro virtual de la semana, nadada y llena de sal.

2.

La video-reunión ha ido muy bien, el ordenador no se me ha colgado (lo cual es muy infrecuente) y el guión casi está. Me han puesto pocos deberes y todos divertidos: matizar los motivos de un polvo que echa la protagonista con un viejo amigo y alargar la secuencia final. Tanto la directora como la co-guionista, que son unas mujeres listísimas y llenas de talentos, estaban muy guapas y contentas y satisfechas y primaverales y parecía que se hubieran venido conmigo a la Barceloneta aún desde Madrid y San Sebastián. No tengo que entregar los cambios hasta el martes, entonces, creo que por primera vez desde hace semanas, voy a poder tener el fín de semana libre y me da entre vértigo (por si después de este finde, hay más días libres y menos euros) y extrema (por segunda vez hoy) sensación de libertad. He metido el pescado en el horno entre una guarnición convencional (patatas, cebolla, tomates, ajitos, limones) y he invitado a comer a mi amigo Marc.

3.

Cuando llega mi amigo es puto raro. Queremos besarnos. Nos queremos. Queremos abrazarnos fuerte. Pero yo tengo un población de riesgo, que ya os contaré otro día y creemos que es muy temerario. (No abrazarse las amigas también es una temeridad) Antes comíamos juntas cada semana. Ahora desde el corona no lo habíamos vuelto a poder hacer. No sólo por las reglas (que nos hemos saltado para vernos de maneras fugaces) sino también por el giro de vorágine que ha implicado que Margot (mi hija) no tenga colegio y yo tenga que mega tele-trabajar. No me daba la vida para parones de mediodía. Al menos en casa, estábamos bendecidas por las manitas de mi chaval-novio-marido, el herrero-baterista- cocinitas, que nos ha alimentado a manjares elaboradísimos y nos ha consentido hasta avergonzarme prácticamente de tanta comodidad. El pescado me ha salido muy bueno. Y luego nos hemos ido a tomar un helado paseando por Montjuïc. Nos hemos sentado en un abismo que hay entre la montaña y el mar (por encima del parque de bomberos, y por debajo del Miramar) que definía bastante bien esta primavera en Barcelona: estaba lleno de porquerías y plásticos, latas, colillas, y sin embargo las plantas lo deboraban todo asalvajadas como nunca, y olía fortísimo a azahar. Frente a nuestros ojos el mediterráneo urbanizado. El puerto. Los bomberos. Los cruceros aparcados. Era asquerosamente hermoso. Era hermoso a rabiar.

4.

Hemos subido hasta los jardines de arriba, fascinados por las flores y los árboles (no recuerdo un Monjuïc más selvático) y cuando estábamos a punto de stendhalazo se nos ha cruzado una rata del tamaño del libro rojo (de Jung) y hemos tenido que agilizar. Luego han venido Patri y Marcel (nuestra amiga del alma con nuestro amigo que le salió por el coño hace casi tres años). Hemos jugado y hablado y han venido los mossos, y a pesar de las distancias de más de diez metros que mantenían las personas y sus mascarillas de seguridad, han mandado a su casa a todos los que no tenían hijos, dejando claro que más que la salud de la ciudadanía, a la policía lo que le encanta realmente mucho es ejercer su autoridad.

5.

Al llegar a casa, Dani había vuelto del trabajo. Hemos retozado en el sofá, hablado mucho y risas, y pensado en ensayar con nuestra banda nueva que nos hemos inventado porque él es músico y yo muy simpática aunque no tenga ni idea de tocar. Pero en lugar de eso hemos follado y luego nos hemos ido a pasear. Ya era de noche, los bares estaban abiertos. Las calles parecen una verbena, si no fuera porque no lo parecen para nada, porque huele a mundo raro y a policía y el toque de queda de las once va a evaporar a todos los grupos de humanos que ahora se beben sus birras en los vasos de plástico que van a ir a parar (como sus lágrimas que son ríos) al mar (que es el morir). Nos hemos comprado unas hamburguesas de carne buey y nombre musical en el Jazz y nos hemos venido a la azotea a comerlas. Todavía se ven las estrellas y las constelaciones en Barcelona, pero el color de la noche ya no es negro como cuando no circulaban coches, sino gris blanquecino porque el aire vuelve a estar tóxico de ciudad. Nos hemos tumbado a mirarlas, yo me he inventado un poco las osas mayores y menores, claro, y hemos dicho que parecíamos una peli de rock, (pero supongo que tenemos veinte años de más para parecerlo, y sólo va de sentirlo). Luego me ha entrado frío y nos hemos bajado a casa con la intención de ver una peli o bailar, pero en lugar de eso hemos vuelto a follar y luego en pelotas le he leído a Dani en alto un cuento que se llama “El corazón de oro” de Boris Vian. Él se ha quedado dormido antes de llegar al final, pero acaba terrorífico, cuchillas en nudillos, muerte en caída de altura, y aún así es menos espeluznante que si llegáramos a acostumbrarnos a este control estatal.

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