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CUARENTA Y DOS

El Invitado de Hoy es un miembro de la familia: el marido de mi hermana, el padre de mi sobrina y mi cuñado. Y en su casa es el que se levanta más temprano. Os presento a Sergio Heredia en el diario de cuarentena.

Texto abajo: Sergio

Texto arriba: Anna



Lunes 27 de abril

Hoy me levanto a las 8:30 para estar en el dentista a las 9:30, qué sueño. Me tomo un café en mi cocina con Beni y vamos en bici, yo paso por delante de su casa para ir al dentista.

Cuando llegamos a su calle parece que sean las 7 en vez de las 9, la calle esta vacía y todo cerrado. Cuando estoy pensando en eso, Beni lo comenta, comenta que qué raro que es todo.

La dentista lleva mascarilla y un plástico que le cubre toda la cara, por un momento he pensado que me iba a poner a mi el plástico. Ver a la recepcionista y a la dentista con mascarilla me parece de lo más normal, pero hace un año también me hubiera parecido normal, los dentistas llevan a menudo mascarilla.

Estoy 25 minutos en el dentista. Cuando salgo, llevo la bici a mi lado, haciendola rodar sin subir en ella, quiero dar un paseo andando por la Torstraße hasta la Rosenthaler Platz y luego subir por Weinsbergweg para ir por la Kastanien Allee. No había pasado por aquí desde que comenzó todo, está vacío, quedo un poco impresionada, sin esperarlo, supongo que por eso mismo. Al subir camino a la Katanien veo como en el portugués que abrieron hará un par de años un hombre se toma un café sentado en el banquito del árbol y cuatro personas hacen cola a metros de distancia entre ellos, en la calle. El resto de lugares estan casi todos cerrados, la panadería también, cosa que me extraña. Las panaderías pueden abrir.

Cuando termina la subida, me monto en la bici. Quiero ir por la Kastanien porque hoy me apetece ver ciudad y no parque. Al pasar pon Schonhauser Allee hago un amago de ir a la panadería del centro comercial, está abierto, pero no sé si las tiendas que hay dentro lo están. Cuando estoy a punto de entrar veo en la puerta un grupo de unas cinco personas, mayores, con mascarillas, parecen turistas. Me sorprende la imagen y me echa para atrás. ¿Para qué voy a entrar a un centro comercial de techo cerrado a comprar pan? Mejor no.

Compro pan en la esquina, luego doy un rodeo para acabar en un colmado asiático en el que nunca había estado y comprar unas pocas naranjas para hacer zumo. Vacilo en si comprar algo más, los tomates tienen muy buen aspecto. ¡6 euros el kilo! ¡Mamma mía! Me compro las naranjas, un refresco y me voy a casa, estoy muerta, casi no he dormido.

En casa me tumbo en el balcón. Mando un mensaje en el whatsapp de grupo de mis hermanas y mis padres y mi hermana mediana se pica, es porque he dicho que los amigos de Beni no ven a gente, que se ve que en Kreuzberg la gente está más relajada. Se lo toma como algo personal. Y creo que su novio también. No hay nada que me cabree más en este mundo, que la gente se crea que estoy cabreada cuando no lo estoy. Luego, claro, me ven mega cabreada y me dicen “lo ves como estás cabreada?”, pues toda la vida que me pasa eso, desde pequeña. Beni también se cree a veces que me enfado cuando no me he enfadado. Algo estaré haciendo mal.

Me tumbo en la cama para intentar dormir un poco, pero me he puesto muy nerviosa y no puedo. Pasan las horas y me entra el hambre. Me hago un bocadillo de fuet y otro de tortilla francesa. No puedo con mi alma, no tengo ganas de cocinar. Me meto en la cama otra vez y ahora si que consigo conciliar el sueño. Duermo, pero no profundamente. A las siete me levanto y me tomo un café soluble, estoy tan cansada que ni durmiendo, y estas siestas me sientan fatal. La bronca con el puto whatsapp me ha jodido el día. Deseo poder tirar el tiempo hacia atrás. O hacia delante y que todo esto acabe.

Tengo que colgar la entrada del diario. Casi me confundo y cuelgo la del viernes en vez de la del jueves. Pero si ¡hoy le tocaba a mi padre! ¡Qué ilusión!

Después de colgar la entrada hablo con Beni. Está con un amigo, me hace la broma y me dice que están manteniendo la distancia. Oigo como el amigo me saluda a lo lejos, y tan lejos, más que nunca.

Beni tiene que ayudarme a arreglar lo de hacer un directo con el ordenador. Empieza la cuenta atrás, el concierto es el viernes y todavía no he conseguido que esto funcione.

Para cenar preparo unas croquetas. Mi cerebro va muy despacio. Hago la masa, dejo que se enfríe y a las tantas me hago las croquetas y ceno. Mientras hago las croquetas hablo con Mireia Olivé. Le digo que si nos vemos un día de estos, que la echo de menos, me contesta que si, que nos veamos. Ella tampoco ha visto a mucha gente estos días.

Salgo al balcón para dejar la masa de las croquetas para que se enfríe más deprisa. El aire libre huele distinto, se nota que mayo está apunto de llegar y, con él, el tiempo estival. Veo como en el patio de enfrente unos vecinos recogen sus cosas y suben. Supongo que han tomado unas cervecitas en el patio y ya vuelven a casa. Me dan envidia. Quisiera estar en ese patio charlando con alguien y bebiendo vinito, como en las noches de verano en mi balcón.

Me como las croquetas, corto un poco de fuet, me hago pan con tomate con aceite de girasol, por probar. Queda muy aburrido, mucho mejor con aceite de oliva.

Limpio los platos. Tendría que estudiar. Me cuesta horrores estudiar en este plan.



Lunes 27 de abril, por Sergio Heredia:


Las ocho.

Diablos, las ocho.

A las ocho suena siempre el móvil. Y yo lo maldigo. Maldigo al móvil y me maldigo a mí mismo, así cada día, uno tras otro, como en el día de la marmota.

¿Cómo puedo olvidarme cada día, uno tras otro, de desconectar la alarma?

Suena el móvil y me maldigo y maldigo el móvil y me maldice Silvia que a mi lado duerme y ahora protesta y me echa de la cama.

Salgo a hurtadillas y voy al baño como cada mañana. Y allí dentro, con el agua de la ducha corriendo, sigo con el móvil en la mano.

Corre el agua y miro las noticias. Contemplo la portada de ‘La Vanguardia’, el periódico para que el trabajo. Vaya, el coronavirus sigue corriendo a su bola.

Visto.

Miro los guasaps. Tres grupos ya están activos. En uno de ellos, formado por colegas de la infancia escolar, se comparten videos cerdos. Me pregunto de dónde los sacan. Cómo consiguen tantos, y de temática tan variada.

En otro grupo se proyectan los padres de las amigas de mi hija. Preguntan:

-¿A qué hora hay que conectar hoy a la niña para la clase online?

Y el tercer grupo se ha iluminado ahora: tal que así, se han puesto a recordar batallitas.

Visto.

Miro Twitter (¿he ganado seguidores?), Facebook, Instagram, LinkedIn y los mercados. ¿Qué ha hecho el Nikkei? Caray, no ha subido esta noche, por mucho que el amigo Abenomics sigue metiendo pasta.

Esto va a ser más largo que un día sin pan.

A veces me pregunto: ‘¿piensas amanecer así cada día del resto de tu vida, mirando números, agobiándote si bajan los mercados, cabreándote porque has perdido dos seguidores en Twitter?’. ‘¿Y qué hay de la vida contemplativa, del espíritu creador, del disfrute de la naturaleza, de uno mismo…?’.

Meto el dedo en la ducha, a ver cómo está el agua. Me quemo. Hace rato que corre.

Me enjabono mientras voceo a Silvia y Julia:

-¡Arriba, vengaaaaaaaa!

Son las nueve.

Paso tres minutos bajo la ducha.

Al salir me doy cuenta de que hoy no he hecho deporte. Así vivo. Silvia y Julia no asoman la cabeza, y por eso me visto de corto y salgo a la terraza. Busco el video que montaron mis amigos de los PigeonsRunners, un plan de ejercicios, y empiezo a saltar sobre mí mismo. Jumping jacks, burpees, talones al culo, skippings… Mientras salto en la terraza, maldigo el virus y me pregunto cuándo acabará esto y podré salir a correr ahí fuera.

Llevaba 25 años sin dejar de correr durante tanto tiempo. Aquello ocurrió en 1995, la última vez que me rompí un tobillo. Aquella fue una época asquerosa.

Acabo la sesión a la media hora y vuelvo a la ducha.

Son las diez y ya me he duchado dos veces.

Silvia y Julia no aparecen y ya no sé qué más hacer.

Vaya, esto va a ser largo.

Como un día sin pan.

A las diez y media consigo que Julia abra los ojos. Me dice:

-¿Qué día hace?

Y luego:

-¿Me haces un ataque?

Un ataque es un ataque. Me convierto en Sergiomanoglu. Es un luchador turco cuyo nombre me he sacado de la manga. Ataco a Julia, que se tapa con la manta. Me tumbo sobre ella y cuento hasta cuatro.

-¡Uno, dos, tres, cuatro!

Golpeo en la cama.

-¡Victoria de Sergiomanoglu!

Luego me convierto en el osito abrazarino, la ardillita marinera y el cocodrilo mordelino. Luego Julia se ríe, pero sigue sin levantarse. Así que paso al plan B:

-O te levantas o no hay iPad en todo el día.

Julia se levanta.

En la otra habitación, Silvia gruñe.

-¡Arriba, Silvia! –le voceo.

-Cinco minutos –responde.

Siempre responde eso.

Le dejo a Julia la ropa sobre la cama y le digo que se vista. Voy a la cocina y preparo el desayuno. Tostadas con Philadelphia, zumo de naranja, a veces fruta, tostadas con aceite y sal para mí, Silvia ya se hará su té (cuando se levante).

Mientras las espero, contemplo la montaña desde la ventana. Dicen que pronto podremos salir a correr. Es una necesidad vital. Cuando dejen salir a los toros bravos, recuperaré todas esas cosas que no estoy haciendo en estos días. Tocaré la guitarra, dibujaré y leeré.

No he leído un solo libro en todo este confinamiento. He conversado con algunos escritores y me cuentan que es normal. En periodos de incertidumbre (¿qué hay más incierto que estos días?) es imposible concentrarse. Podemos leer textos cortos, reportajes sobre salud y economía, todo muy apocalíptico, nos tragamos todo lo que esté relacionado con la pandemia… Pero leer libros…

Es curioso. Hoy se leen más diarios que nunca, en particular en la versión en digital. Y sin embargo, no entra dinero en los medios: se ha hundido la publicidad.

Conclusión: me han bajado el sueldo. En principio, por tres meses: un ERTE.

“El ERTE me rompe el orto”, pienso, mientras pienso en mi cuñado Seba y sus magníficos juegos de palabras.

Y luego pienso en Anna, también mi cuñada y propietaria de este blog, y recuerdo que me ha encargado un texto para su página y me pregunto cuándo voy a escribirlo, teniendo en cuenta que al fin Julia asoma la cabeza en la cocina, desgreñada y con los ojos abiertos como platos, y mientras se sienta frente a su tostada, me mira fijamente y me dice:

-Tengo pipí. ¿Me acompañas al baño?

Y así estoy ahora, parado a la puerta del baño, mientras ella hace pipí dentro y Silvia, desde la cama, susurra:

-Cinco minutos más.

Luego Silvia se levantará y al fin se iluminará el día del todo y desayunaremos y conversaremos. Y de reojo contemplaré a Julia, que ya tiene nueve años y ha crecido medio metro en este confinamiento, y que no calla y tampoco puede dejar de bailar todo el tiempo, pues eso hacen las niñas de nueve años que llevan dos meses confinadas, y nos proyectaremos hacia el futuro mientras en voz baja, en mi interior, seguiré preguntándome:

-¿Y en qué va a acabar todo esto?

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