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Anna TV

CINCUENTA Y UNO

El Invitado de Hoy es un invitado muy especial, y no porque forme parte de mi familia, como todos los invitados especiales de este diario, sino porque trabaja en un hospital. Fue él quien me dijo que quería escribir aquí, por eso mismo, porque trabaja en un hospital. Yo no lo conozco en persona, sólo lo conozco por las redes sociales, tocó en el festival online Uñas y dientes, y además sigo en Instagram las tiras de cómic que publica a diario, lo podéis seguir y encontrar en Instagram bajo el nombre de @Cuatroriano. Os presento a Jaime Rodríguez Cuatroriano y os suplico que leáis su texto. A mi me dejó sin palabras.

Texto abajo: Jaime

Texto arriba: Anna



Miércoles 6 de mayo

Hoy por la mañana he ido a la doctora para que me diera una receta. En la sala de espera algunas de la sillas estaban precintadas, así la gente sólo se podía sentar dejando un espacio.

Había un cartel que te pedía que te pusieras la mascarilla, cuando he entrado a la sala de consultas, me he sentido medio imbécil porque la doctora no llevaba mascarilla yo sí.

Después del médico he pasado por la farmacia y otra vez, de vuelta a casa. Quería estudiar, pero no sé cómo se me ha echado el tiempo encima y pronto ha sido la hora de comer. Hoy quería cocinar segundo plato, porque de primero sólo me he hecho pasta con queso, pero no tenía nada para hacer de segundo plato, así que me he comido un aperitivo con boquerones, aceitunas, etc.

Me he “arreglado”, quiero decir que no me he puesto cualquier cosa, me hacía ilusión vestirme bien. Tenía dentista.

Hacía solazo, pero más frío de lo que creía, por suerte antes de salir he mirado la temperatura que haría a lo largo del día (costumbre que he adquirido desde que vivo en Berlín, capital de los países unidos de tiempo inestable). Me he tenido que poner medias, me había vestido muy veraniega.

Al volver del dentista me he tomado un refresco con Beni cerca de su casa, el dentista queda por ahí cerca. Nos hemos sentado al sol, en una calle cercana, la única con sol.

Cuando he terminado el refresco he vuelto a casa como he venido, en bici. La calle estaba increíble, con gente y tiendas abiertas y alegría, las tiendas de discos volvían a tener los discos expuestos en la calle, al pasar por delante de un restaurante he olido a curry, las tiendas de ropa estaban abiertas. Había vida y alegría. Y es que ya lo decía la bruja Avería “viva el mal, viva el capital”.



Miércoles 6 de mayo, por Jaime Rodríguez Cuatroriano:



SEGUIMOS PARA BINGO – JAIME RODRÍGUEZ



Es extraño, pero siempre me ocurre. No sé si lo que me levanta de la cama es el sonido del despertador (bueno, sería más correcto decir el despertador del móvil) o la ansiedad. El caso es que tardo unos segundos en hacer reaccionar a mi cuerpo. Mi cabeza manda señales a cada extremidad en plan imperativo hasta que finalmente alguna cosa dentro de mí se rinde y "funciono". Así, entre comillas, porqué funcionar y mi persona no deja de ser un oxímoron... más aún en tiempos de cuarentena.

Tras mirar el móvil y refunfuñar por las conversaciones medio empezadas/medio acabadas de anoche recuerdo la insensatez y el motivo por el cual estoy despierto a las 6.20, así como mis (sólo) cuatro horas y media de sueño: tengo que trabajar. Trabajar en mi nuevo no-trabajo, os explico:

Desde hace dos meses la dirección de mi empresa, o mi Hospital/Socio Sanitario (en ese orden) decidió que todo el personal, fuera cual fuera su función, quedaba condicionado a sus órdenes por el estado actual de las cosas a nivel sanitario. Pero no ha sido así para todos, sino que somos unos pocos, señalados a dedo, los que hemos entrado en esa dinámica llena de vitalidad y buenas acciones. Desde ese momento he pasado a ser una especie de soldado atrincherado en una bolsa de basura, cuatro pares de guantes, un gorro ¿de cocina? y ropa de personal sanitario. Estoy precioso, de hecho.

En fin, no quedaba otra, era eso o la calle, así me lo hicieron saber cuando me atreví a pensar en otra alternativa mal llamada teletrabajo o #quedateencasa que en la calle hace frío. Así que agaché la cabeza, odié (y odio) a los que se libraron del aquelarre y acepté a regañadientes mi destino. Las normas eran claras y despertarme con un humor perros y fatigado por el mero hecho de vivir, también.

Así que tras una ducha, un no-desayuno de nada con extra de vagueza y vestirme de calle con mi mascara pintorrejeada de Megg y Mogg (dibujitos de un cómic que adoro) toca pisar la calle, hasta entrar en el Ferrocaril S2.

Obviamente observo (como todos) con extrañeza al entrar en el vagón. Siempre miro al personal buscando alguna cosa que no sé describir... todos tenemos en la frente grabado "pobre cabrón". ¿Quién sino, estos días, no es un pobre cabrón a las siete de la mañana en transporte público? "Dios salve a la música", mis auriculares y una playlist titulada "Estos días" en Spotify frenan el golpe de realidad. Cada día he añadido, desde que empezó esta locura, alguna canción que me retuerza el estómago o tenga alguna especie de lógica con el hecho de sentirme tan mal.

La cuestión es que me voy acercando al Hospital, los sanitarios reunidos en el lugar de fichaje (justamente a la puerta) pasan de ser diminutos puntitos a tener forma humana. Yo hasta pocos centímetros de la entrada al Valhalla laboral no me quito los cascos. Hoy era "The whitest boy alive - Golden Cage" la última canción del festival.

"Bon dia Jaime", "Bon dia". Poco después una compañera coge una especie de satisfyer pero en feo y me mide la temperatura para después enseñármela. Creo recordar que marcaba los 35'8º...nada que indique fiebre ni nada que indique volver a casa. En ese momento observo a una persona importante para mí, vestida de Intergalactic de los Beastie Boys y sin mucho titubeo me comenta lo que ya suponía mínimamente: tenemos dos exitus más, aparte de algunos nuevos infectados. Ha fallecido una señora de 107 años a la que siempre le encendía la televisión para que viera dibujos animados y otra de la que no sé la edad pero a la que, tras dos meses metiéndole alimentos en la boca, le había pillado mucho cariño. Llevamos unos días horribles, en el Hospital solamente entra personal negativo y sin fiebre y, aún así, tenemos nuevos casos y nuevas muertes, no entendemos nada. De hecho, todas las últimas son en mi planta y los infectados aumentan. A muchos nos han metido ya dos veces el bastoncillo para saber si somos portadores del Covid y de alegría. Ninguna de ellas ha sido vista en mi organismo.

Toca recuperarse porqué hay trabajo. Tenemos casi sesenta residentes a quién darles el desayuno, ponerles un mantel bonito, papillas, galletas, cafés y todo tipo de titubeos para hacer más amena su CUARENTENA. Así en mayúsculas, porque desde que la situación cambió, tienen estrictamente prohibido salir de su habitación y sólo tienen contacto con los profesionales que vamos a decirles hola, dejarles su comida, hacer cambios posturales o cosas por el estilo. Así de triste.

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Mis compañeras parecen cansadas aunque la mayoría lleva la procesión por dentro y la profesión por fuera. No recuerdo la mayoría de sus nombres, ni tan siquiera he podido observar tu cara o figura. Allá todos estamos ataviados con la misma vestimenta: cansados y ocupados, tan sólo nos diferenciamos por los quehaceres. El mío, en principio, es sencillo, comparado con el de ellas, que es como lo mismo pero en nivel difícil de videojuego. Sin embargo, se quejan menos y cobran menos.

Comenzamos la epopeya, bandeja por aquí, bandeja por allá y entonces ocurre algo extraño: te transformas. Por momentos vuelvo a ser el andaluz graciosete que era hace veinte años e incluso manejo rápido en el chascarrillo. Cada bandeja que dejo a cada usuario va precedido de algún tipo de broma o comentario. Muchos de ellos no hablan, solo te miran indefensos y pocos tienen realmente apetito... Y ahí estás, comunicándote bañado de un optimismo que no sabes ni de donde sale. Al principio, muchos preguntaban: "¿Oye, niño, cuándo acaba esto?". A lo que solía responder: "Pronto" o algo por el estilo. Últimamente no preguntan, están aceptando "la nueva normalidad" (sic) y el día de la marmota. A todo esto el tiempo corre, acabas dando de comer alguno que está perdido en el espacio y tiempo, esa especie de papilla acaba manchando su barbilla mientras piensas en todas las bandejas que aún están por entregar y que no tienes tiempo para dar de comer a nadie, pero obviamente lo haces.

Quedan menos, unas cinco, cuatro... dos. Finalmente, veo a una sufrida compañera de batalla que pronuncia el tal ansiado: "Ya está". A lo que no tardo ni medio segundo en quitarme los guantes y salir pensando en ese combo de café y cigarro. Y no, no soy fumador, pero estoy fumando en los descansos. Es una especie de rito o canto a la victoria por el trabajo hecho, sé que lo dejaré, todo lo acabo dejando, ¿por qué no el tabaco? Poco a poco van viniendo las compañeras, todas fuera ya del traje de luces pero manteniendo infinitas distancias. A veces, se habla de los usuarios, otras veces de los jefes y otras incluso, de operaciones mamarias y sus precios. Yo normalmente sólo me dedico a la droga y a hablar poco, aunque eso segundo en mí resulte extraño.

Tras el vicio, tocan las vídeo-llamadas. Tenemos que cumplir una serie de llamadas entre usuario y familiar, unos treinta por día entre todas. Con el gatchet del teléfono de empresa me dirijo a las habitaciones. Hoy toca que Fulanito, Menganita hablen con sus hijos, sobrinos o familiares aleatorios detrás del teléfono. Así que procedo, marco y encuadro las miradas de persona - dispositivo. Y bueno, sí, me gusta ver las caras de muchos de los usuarios cuando hablan con sus familias. Como he dicho antes, ellos no pueden tener ninguna visita familiar y la tecnología está haciendo su trabajo. Muchos familiares aprovechan para preguntarte sin reparo cosas como: "¿Cuántos han muerto?", "¿Cómo está la cosa?" o "¿Me pasas a la directora?". A lo que yo, como buen profesional y buen telefonista digo: "No puedo, no me compete". Tras la ronda de llamadas, a veces, nos pasamos por las habitaciones y charlamos un poco, "charlamos". Antes de los nuevos contagios, hacíamos alguna salida por un jardincito mono que está en las afueras, pero ahora ni eso. Egoístamente me alegro, porqué ese paseíto era aún más trabajo y no soy la Madre Teresa de Calcuta, sino un asalariado que entiende el trabajo como una imposición capitalista horrible y dura.

El caso es que sin darnos cuenta, volvemos a la casilla de salida pero distinto. Toca preparar las comidas, un dejavú en todo su esplendor pero con más trabajo y más comida. El resto es tan parecido que no merece la pena explayarme. La única gran diferencia es que cuando acabo es hora de irse a casa. No hay momento del día más maravilloso que cuando finalmente tiro toda esas malditas prendas al cubo de la lavandería o al contenedor de Covid (y sí, contenedor de Covid, porqué al menos eso pone en la pegatina que tiene).

No soy persona, soy un dolor de lumbago, soy un quejido y una rabia pensando en por qué me ha tocado estar en esto. Cuando decidí estudiar Trabajo Social no fue por vocación, sólo los niños prodigio tienen vocación cuando salen del instituto. Decidí estudiar esa carrera porqué el Campus donde se daba la diplomatura estaba a diez minutos de mi casa andando y para el resto de estudios tenía que tomar un autobús. Ya era vago entonces. Mi familia es medio-pobre-clase-baja-media-no sé y mi sueño de poder haber estudiado Bellas Artes era impensable. Por fin, atravieso la puerta del adiós, no suelo despedirme mucho, sólo a quién se cruza en mi camino. De hecho, intento que sean pocos. Pienso que mañana tengo fiesta, un día, ¡un puto día! Porque sí, desde que comenzó "El Gran Confinamiento" tenemos turnos horribles que no entienden de fin de semana o festivos, sólo de esfuerzo y usuarios.

Me vuelvo a poner mi playlist y espero el ferrocarril, el jodido lumbago me está matando y pienso que sólo soy una especie de rata puesto en el lugar incorrecto. Una especie de egoísta que se llena la cabeza de frases de Emil Cioran o Chris Korda sobre la vida humana, a ver si explotamos de una puta vez. Como decía Buddy Bradley en "Odio" no tienes que hacer nada, sólo morir y pagar impuestos, e incluso eso deberías evitarlo a toda costa. Es por eso que me río de los supuestos aplausos de las ocho, me río de algunos comentarios cuando les cuento lo que me ha tocado laboralmente. "Estás ayudando a gente". "Piensa en la experiencia". Podría canjear todo eso por un chalecito en las Maldivas mientras el resto del mundo cae como moscas por el maldito virus. No nos engañemos.

Seguimos para bingo.

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