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CINCUENTA Y OCHO

La Invitada de Hoy es Rosa Ruiz. Atrapada en Dornstadt, un pueblo de la Alemania profunda, nos relata el miércoles de mayo.

Texto abajo: Rosa

Texto arriba: Anna


Miércoles 13 de mayo

Hoy no he trabajado, pero he tenido reunión de trabajo. He visto a todas las compañeras. Hacía un mes y medio que no las veía. La reunión ha sido con máscara y en la sala grande, donde pudiéramos estar reunidas, pero separadas.

Es curioso porque hemos hecho la reunión para que nos dieran nueva información y después de la reunión mi conclusión ha sido: la información que tengo es, que no tengo información. ¿Quién fue que dijo "sólo sé que no sé nada"?


Hoy he cenado en casa de mi hermana. Por fin he visto a Raquel. He estado con mis sobrinos. Los dos me reclamaban atención al mismo tiempo: jugaba con un juguete volador con Leon mientras escuchaba el disco favorito de Thilo con su cd portátil, aunque ha sido un poco difícil compartir el auricular.

Beni también ha cenado en casa de mi hermana, ha llegado más tarde.


No tengo mucho más que contar. Me repito. Me aburro de mi, me aburro de las máscaras. Me aburro de este tiempo extraño infinito. Me aburro de este no-aburrimiento.

Miércoles 13 de mayo, por Rosa Ruiz:


Es raro que Paul nos deje dormir más allá de las siete. Solo necesitamos alarmas cuando tenemos que coger un avión. Casi todos los días me levanto sudada, así que me ducho, pero no me lavo el pelo.

Hoy hay en Berlín 477 casos activos de coronavirus. Miro los gráficos del Spiegel cada mañana, porque me va la vida en ello. Hace un par de semanas que el número de nuevas infecciones baja cada día y leerlo me da un subidón complementario al del café. Cuanto más baja es la cifra, más cerca estoy de casa.

Cuando cerraron el Kindergarten, hace casi dos meses, decidimos huir. Creí que no podríamos salir a la calle, como en España, y tuve miedo. Mi pareja y yo trabajamos desde casa (ahora) como todo el mundo y hacernos cargo al mismo tiempo de nuestro hijo de 5 años nos parecía una tortura y una salvajada. La casa de mi suegra tiene jardín y está al lado del bosque, así que hicimos exactamente lo que no hay que hacer y, no contentos con desplazarnos hasta otra Bundesland, vinimos a ver a la abuela. Hasta que a los 15 días de nuestra llegada pudimos descartar que nos hubiéramos traído el bicho, no pude respirar tranquila. Todavía estornudo para adentro y me sorbo los mocos. Ya podéis lapidarme..

Desde que se separó, mi cuñada y sus tres hijas viven también aquí, de manera que Paul tiene con quien jugar y yo puedo trabajar.

Estoy rara. No me siento yo. No he traído casi ropa, he engordado y me ha brotado un herpes labial del que no me puedo olvidar, porque me duele. Qué más me da usar mascarilla, si la cara de debajo no es la mía.

Hago café y Paul quiere una tercera tostada con mermelada. En Berlín casi no le damos azúcar, pero ni quiero ni puedo discutir por tonterías. ¿Qué más da? Compartimos sus tostadas y mi avena con plátano.

Subo a trabajar. Estoy todavía en periodo de prueba en una empresa de internet. Soy todo lo contrario a una trabajadora esencial, por eso es muy difícil explicar lo que hago. Por eso mismo tampoco hay mucha diferencia entre ir a la oficina o trabajar desde casa. Puedo trabajar desde cualquier sitio con internet. A veces veo a la gente que se aburre en la cuarentena y se hartan a leer y ver pelis y hacer directos en Instagram y me da un poco de envidia. Yo ya no me aburro jamás (siempre encuentro a alguien con quien jugar).

Una de las cosas que hago en mi trabajo es escribir textos para que las páginas de la web pillen buen sitio en Google. No son textos publicitarios y aunque a veces tengo que investigar sobre cosas muy random, me divierte. Hay tantas reglas que se parece a armar un puzzle o a jugar al Tabú. Hoy escribo sobre la olla exprés, que es un recipiente que me recuerda a mi abuela. Solo se me permite escribir “olla” tres veces en todo el texto. ¿Sabíais que la primera patente la registró un zaragozano?

A las 10 Paul se reúne con sus compañeros del Kindergarten a través de zoom. Cada día las educadoras se inventan una actividad y, por increíble que parezca, funciona. Sé que no todas las kitas se lo curran tanto y a veces me dan ganas de llorar. Me dan ganas de llorar varias veces al día, pero casi nunca lo hago.

El año que viene Paul empezará la escuela de verdad y puede volver a la kita a partir de la semana que viene. Estoy contenta, pero volver a Berlín me genera también ansiedad. A pesar de la despersonalización que he experimentado, esta casa es una especie de oasis. Me siento segura aquí. Debe ser parecido a lo que sienten los presos cuando los sueltan y no saben qué hacer con su libertad. O una forma leve de agorafobia. O el síndrome de Estocolmo. Por eso me he enamorado un poco de los señores de mediana edad que me dicen lo que tengo que hacer. Me refiero a los epidemiólogos, o sea, Fernando Simón y su homólogo alemán, Christian Drosten. Están casi buenos, ¿no?

Comemos muy temprano, como a las 12, pero me viene bien, porque yo ya tenía hambre. Casi siempre cocina mi suegra y es maravilloso. Hoy hay espinacas con salchichas, que no está mal, pero no es representativo del talento de Resi, mi suegra. En pro de la prosa debería haber mentido y dicho que comemos Linsen con Spätzle, el plato nacional suavo (su, su, suavo).

Hacemos más café y vuelvo a trabajar. Me cuesta mogollón concentrarme. Casi siempre me saturo, me distraigo mirando mierdas en internet y termino mucho más tarde de lo que me toca. Hoy también. Quiero que nos mudemos a un piso con tres habitaciones y pierdo horas mirando apartamentos que jamás podremos permitirnos.

Hoy ha llovido todo el día. Como me quedan solo dos o tres páginas, en vez de bajar a ver que hace mi hijo y sacarlo a dar un paseo, me termino un libro.

Paul está jugando al supermercado con una de sus primas. Yo tengo que ir al supermercado de verdad, pero no se lo digo porque no quiero que me acompañe. A mi hijo le obsesionan los supermercados, los trenes y Correos. Él sí será trabajador esencial. Al menos eso espero..

Utilizo una mascarilla de tela encima de una quirúrgica. No creo que sea paranoia, la de tela se puede esterilizar con la plancha y la otra actúa de filtro. Es incómodo, pero tampoco tanto. En Dornstadt me he relajado. Ya no desinfecto la compra con lejía y la piel de mis manos se ha recuperado de la irritación, casi quemaduras, causadas por mi reciente obsesión por el jabón.

Los pasillos del supermercado me recuerdan al laberinto del Pacman. Si te toca el fantasma, Game Over. Me dan ganas de llorar. Al final es inevitable pasar demasiado cerca de alguien. Sé que no pueden ver mi sonrisa de disculpa, de saludo o lo que sea. Somos un poco monstruos sin boca. Debe ser horrible para los bebés.

Al volver a casa me lavo las manos, juego al Uno con mi hijo y cenamos.

Después, los niños quieren ver Mia und Me, una serie de dibujos animados horrorosa de hadas cabezonas y unicornios. Mientras tanto me ducho y escucho un podcast.

Paul quiere que Crypto, o sea, su padre, le lea el cuento de buenas noches y yo me tomo una cerveza con mi cuñada. Hablamos de lo que echamos de menos y de qué bien, nunca más FOMO, qué innere Ruhe. Me cuenta que sus hijas van a empezar a ir a la escuela 20 minutos cada dos semanas. No alcanzo a ver la ganancia, porque imagino que ni siquiera van a poder jugar con sus amigos. Qué futuro más triste se nos está quedando.

Cuando los niños han acostado, los adultos alemanes, es decir, los adultos que no son yo, ven la tele. Yo subo a la habitación a leer o a ver películas no dobladas al alemán. Hoy me he quedado en la cocina escribiendo este diario y se me ha hecho un poco tarde para ver una película entera. Además, he bebido dos cervezas. En mi otra vida eso no sería nada, pero ahora casi no bebo y me hace efecto. Me acostaré temprano. Feliz pandemia.

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